Y sin embargo, también se podría argumentar que no hay nada –por más que lo haya modificado el hombre– que no sea natural, que no sea naturaleza, que no tenga el mismo origen. La computadora que utilizas para leer esta nota proviene también de la Tierra. Lo cierto es que en la actualidad es sumamente difícil y controversial definir lo que es “natural”.
El periodista Michael Pollan ataca este problema en un notable artículo en el New York Times. Pollan nos introduce al problema semántico e incluso legal de lo natural, en relación a las cerca de 200 demandas impuestas en cortes de Estados Unidos contra productores de alimentos por utilizar la etiqueta “natural”. Cosas que en primera instancia parecen tan cínicas o aberrantes como “Cheetos naturales” o “Sun Chips” y “Naked Juice” “100% natural” han sido objeto de procesos legales, ya que los demandantes argumentaron que estos productos contenían sabores artificiales, conservadores e ingredientes genéticamente modificados.
La FDA, el organismo que rige fármacos y alimentos en Estados Unidos, se negó a meterse en problemas y definir lo que es “natural” y lo que no es. Aunque la FDA sí recomendó que alimentos etiquetados como “naturales” no deberían tener “ingredientes artificiales o sintéticos”, manifestó también que “es difícil definir a un producto alimenticio como ‘natural’ ya que el alimento seguramente ha sido procesado y ya no es un producto de la Tierra”. Michael Pollan escribe que esto sugiere que “la industria no debería buscarle demasiado, ya que podría descubrir que nada de lo que vende es natural”.
Pollan precisa que si bien es difícil definir lo que es “natural”, es fácil decir qué alimentos son más naturales que otros. Por ejemplo, pollo o unos nuggets de pollo, azúcar de caña o el jarabe de maíz de alta fructuosa. “Los alimentos naturales rara vez se molestan en utilizar la palabra; cualquier producto que siente la necesidad de decirte que es natural probablemente no lo sea”. He ahí un primer axioma para un consumidor en el salvaje mundo de los supermercados.
El purista en el supermercado se enfrenta con un laberinto de complicaciones. Cuando su motivación principal es la salud y no la economía, parece ser apropiado solamente comprar alimentos de la sección de frutas y verduras y carnes (es decir, las cosas que no tienen etiquetas o casi no tienen); y, sin embargo, muchas de las carnes que se pueden comprar han sido tratadas con antibióticos y la mayoría de las frutas y verduras han sido alteradas con pesticidas. Puede buscar entonces la etiqueta “orgánico”, pero eso también es un problema similar a la definición de ‘natural’ (aunque en ciertas partes del mundo existen estándares relativamente precisos para que un producto pueda entrar en esa clasificación).
Esto, sin embargo, lo puede poner en aprietos económicos, cuando realmente no conoce cómo fueron producidos esos alimentos y si realmente son más sanos. Parece que la solución es cosechar los propios alimentos o comprar sólo a productores locales dentro de nuestra comunidad. Y sin embargo, muchos de nosotros vivimos en ciudades, grandes bloques urbanos, donde encontrar productos locales para todas nuestras necesidades es prácticamente imposible (e incluso el sentido de comunidad es un espejismo). Lo mismo ocurre para quien quiere llevar una “vida natural”: ¿existe la naturaleza en la ciudad, en los edificios y en las oficinas? ¿El aire mismo que respiramos, sigue siendo natural? ¿Estamos condenados a la contaminación y al artificio?.
Esto en lo referente al pragmatismo de la vida natural. La cuestión filosófica de lo natural no es menos complicada. Pollan escribe que tenemos culturalmente asimilada la noción de que “la naturaleza consiste de todo en el mundo excepto de nosotros y de lo que hemos hecho o producido. En nuestra médula, parece, todos somos creacionistas”. Heredamos la idea religiosa de que la naturaleza es el “segundo libro de Dios” y al dividir el cuerpo de la mente (o del espíritu) en el proceso secular del cartesianismo, colocamos las ideas de lo “bueno” y lo “bello” casi exclusivamente en lo natural, eso es: en lo natural que no ha sido tocado por el hombre. Estoy exagerando un poco con fines dialécticos, pero siguiendo esta tónica pareciera que el hombre tiene un toque antiMidas, en el que todo lo que toca lo corrompe o, como Frankenstein, en nuestro intento de tomar las riendas de la creación, en un salto prometeico, nuestras obras son nuevos y constantes monstruos contra natura.
Claro que esto es sólo una de las perspectivas que tomamos, uno de los campos radicales a los que nos unimos. El otro sugiere que la alteración de la naturaleza por parte del hombre es un proceso completamente natural, ya que de no serlo el hombre no habría evolucionado –naturalmente– hasta tener la capacidad de alterar la naturaleza. La mente humana, con todos sus sueños de conquista espacial y sus máquinas que manifiestan externamente su imaginación, no es más que el último ápice del gran edificio natural. “Hay mente en todos lados, ves la mente en la naturaleza. Una semilla es un archivo de información que le dice a la tierra alrededor cómo organizarse para hacerse un árbol.
¡La Naturaleza sólo es nanotecnología que funciona!”, dice el tecnoentusiasta Jason Silva, quien considera que el hombre ha tomado control consciente de la selección natural. Pollan nota esta misma tendencia: “En un extremo de los significados posibles, no hay nada más que naturaleza. Nuestra especie es resultado del mismo proceso –selección natural– que creó todas las otras especies, lo que indica que nosotros y lo que sea que hagamos es natural. Así que, adelante llama a tus nuggets naturales”, (nótese cierto sarcasmo).
En realidad Pollan considera que la naturaleza es, como la ballena de Moby Dick, “una pantalla en blanco en la que cada quien proyecta lo que quiere ver”, y que debemos “buscar nuestros valores en otro lado”. Esto último toca un tema sumamente polémico y complejo. Algunas personas señalan que la naturaleza es esencialmente amoral y despiadada: las ratas llegan a comerse a sus hijos, los “adorables” delfines violan a las marsopas y se violan entre sí… la evolución avanza sin miramientos. La naturaleza tal vez no tenga moral, pero no podemos afirmar tajantemente que aquello que consensualmente consideramos “bueno” en nosotros no viene de la naturaleza, es decir, lo bueno no es siempre algo que hacemos sino también con lo que nacemos o algo que ya está en nosotros como una semilla.
Por ejemplo, podemos considerar a la empatía como una emoción originalmente arraigada en la biología, en la comunicación de neuronas espejo entre una madre y un hijo. Si no tuviéramos neuronas espejo difícilmente podríamos amar a otras personas: la capacidad de ponernos en los zapatos del otro es algo con lo que nacemos. En realidad muchas de las cosas que culturalmente consideramos como más valiosas las aprendemos observando e imitando a la naturaleza; aunque algunos artistas hayan señalado que el arte no imita a la naturaleza, ciertamente la ciencia sí imita a la naturaleza y existen innumerables ejemplos de importantes tecnologías que fueron desarrolladas observando e imitando a plantas y animales. El asombro y el significado existencial que brinda la belleza a nuestras vidas difícilmente se hubiera desarrollado si solamente pudiéramos admirar obras humanas.
Todas las grandes filosofías y religiones del mundo se han basado en la observación de la naturaleza –es decir, de su propio cuerpo y de los cuerpos animales y vegetales– y han tomado sus preceptos de los ciclos y ritmos de crecimiento de la naturaleza. En este sentido podemos decir que si bien tal vez la naturaleza no sea moral, sí es origen de (nuestra) moralidad, ética y estética. El problema parece estribar en la separación que hacemos, ya casi de manera automática, entre nosotros y la naturaleza. Y, también, en oponer lo innato vs. lo adquirido (natura contra nurtura), cuando en realidad tal vez aquello que reconocemos generalmente como lo bueno (el amor, la inteligencia, el comportamiento ético, etc.) es el resultado de nutrir aquello con lo que nacemos, de una conjunción entre la naturaleza humana y el medio ambiente.
La religión –especialmente el cristianismo– se ha ganado una mala reputación en nuestra cultura, por lo que es prudente evitar que una discusión se convierta en un debate religioso. Sin embargo, es indudable que hay algo de ello en el caso de cómo valoramos la naturaleza. Se contraponen dos visiones: aquella que considera que la naturaleza es inerte, ciega, sorda y muda y que el hombre no tiene una esencia sino que es definido por su propia existencia, la cual podemos encontrar entre el existencialismo y el materialismo; y aquella otra que considera que el hombre tiene una esencia y la vida es una fuerza o un espíritu que informa la existencia. Esta última visión sugeriría que las cosas “naturales” tienen más espíritu o más fuerza vital, y como tal deben ser preservadas o si son modificadas ello debe hacerse conservando ese espíritu natural.
Encontramos aquí, por ejemplo, a los filósofos neoplatónicos que creían que el universo era una emanación divina ordenada en un sistema jerárquico de creatividad: entre más cerca de la fuente original había un mayor bien o una mayor cantidad de espíritu, de la misma forma que entre más cerca se esté del Sol hay más calor. Ligado al neoplatonismo, la filosofía hermética y la alquimia, sin embargo, creyeron que, si bien la materia era una manifestación del espíritu, esta misma podía perfeccionarse –ya que el hombre participaba en la inteligencia creativa del universo, podía emplear su inteligencia para mejorar la naturaleza y crecer en espíritu, acercando al mundo material, el punto más distante de ese sol espiritual, a la fuente divina. Esta visión es hasta cierto punto conciliadora: celebra las bondades inmanentes a la naturaleza pero reconoce que el hombre es parte de esta naturaleza y puede también ejercer el papel que podríamos llamar de “jardinero del mundo” (a diferencia del modelo actual que considera que el hombre es el “programador” o simplemente el “dueño” o “CEO” del mundo).
Otra visión interesante es la que se está generando entre científicos y filósofos como Paul J. Crutzen y Bruno Latour, quienes consideran que no existe separación entre el hombre y el medio ambiente. Siguiendo a Crutzen, algunos teóricos han empezado a llamar a nuestra era el “Antropoceno”, sugiriendo que el hombre es indisociable del medio ambiente (para detrimento de este último). Paul Feigelfeld escribe:
Si suspendemos ahora la oposición entre el hombre y la naturaleza, ¿cómo cambiamos nuestras perspectivas y nuestra percepción? ¿Todavía es posible pensar en conceptos como “artificial” o “natural”? ¿Qué significa para nuestro entendimiento antropocéntrico y para nuestro futuro que la naturaleza sea hecha por el hombre?
Parece que no ha sido bueno para todos los otros seres naturales que seamos nosotros los que estemos moldeando la forma en la que la vida evoluciona en el planeta. Pero, por lo menos reconocer que somos parte de la naturaleza y que, por más que asumamos la dirección del proyecto, dependemos de la vitalidad de la naturaleza del planeta, parece ser un primer paso. Necesitamos lo que Richard Dolan ha llamado “ecodélicos”, sustancias o ideas que nos hacen ver y sentir la interconexión ecológica entre todos los seres vivos. Puesto que sólo a través de esa empatía que se genera cuando se comparte o se cree compartir la misma esencia o el mismo propósito y se cultiva un sentido de comunidad más allá de una especie podremos sobrevivir mucho tiempo en el planeta.
Quedan, espero, más preguntas que respuestas.
Fuente: http://diarioecologia.com/por-que-la-palabra-natural-actualmente-ya-no-significa-nada/?doing_wp_cron=1431974068.9590508937835693359375